EUREKA
Red Activista por la Renta Básica Incondicional

Las nuevas generaciones se expresan

Publicamos hoy en la web de Eureka algo que no tiene que ver directamente con la RBUI, pero que nos muestra con claridad cómo sienten las nuevas generaciones su vida. Es un alegato contra la condena a la precariedad y la incertidumbre que sufren y una denuncia del robo del futuro que padecen. Pero es algo mucho mejor: es una invitación a la juventud (pero también al resto de personas) a construir un futuro común más humano y alentador.

Por Pablo Miguel Argudo

Vivimos la paradoja más cruel de la historia humana: nunca habíamos tenido tanto acceso a información sobre el futuro, y nunca una generación había sentido tan visceralmente que no tiene futuro. Mientras los algoritmos predicen nuestros próximos clicks con precisión milimétrica, nosotros —nacidos entre mediados de los noventa y principios de los dos mil— navegamos por la vida con la sensación persistente de estar jugando un videojuego cuyas reglas cambian constantemente y cuyo objetivo final nunca nos explicaron.

Este escrito nace de esa contradicción. Me llamo Pablo, tengo 25 años, y como muchos de vosotros, he crecido escuchando que somos la generación más preparada de la historia mientras experimentamos, día tras día, la imposibilidad de construir algo que se parezca a una vida digna y estable. Es hora de romper el hechizo que nos mantiene atrapados entre la nostalgia de un pasado que nunca vivimos y la ansiedad por un futuro que se siente cada vez más lejano.

POR QUÉ MI GENERACIÓN HA PERDIDO EL FUTURO (Y CÓMO RECUPERARLO)

Mi abuela guardaba dinero debajo del colchón para comprar su primera lavadora. Mi madre ahorraba para el piso. Yo ahorro para llegar a fin de mes. Esta no es una historia personal: es la crónica de un robo generacional que hemos normalizado hasta el punto de no verlo. Hemos perdido el futuro, pero no porque seamos la generación de cristal o porque no trabajemos lo suficiente. Lo hemos perdido porque nos lo han robado, y lo más perverso es que nos han convencido de que es culpa nuestra.

Los datos son demoledores, pero ya los conoces: el 85,2 % de los jóvenes españoles no puede emanciparse (solo el 14,8 % vive fuera del hogar familiar), concatenamos contratos temporales como quien colecciona cromos, necesitamos destinar el 102,3 % de nuestro salario para alquilar un piso en solitario. 

Sin embargo, lo verdaderamente revelador no son las cifras, sino cómo hemos interiorizado esta realidad como inevitable. «Es lo que hay«, repetimos, como si fuera una ley natural y no una construcción política.

La materialidad del despojo

Cuando dicen que somos la primera generación que vivirá peor que sus padres, no están hablando de expectativas frustradas. Están describiendo un saqueo sistemático. El contrato social que sostuvo a las generaciones anteriores —estudia, trabaja duro y tendrás una vida digna— se ha roto unilateralmente, pero seguimos cumpliendo nuestra parte. Acumulamos másteres como si fueran amuletos contra la precariedad, aceptamos prácticas no remuneradas como «inversión en nuestro futuro«, competimos ferozmente por migajas cada vez más pequeñas.

La precariedad no es un accidente ni una fase transitoria: es el modelo. Un modelo que necesita mantenernos en la cuerda floja permanente para funcionar. 

  • Si no puedes planificar más allá del próximo alquiler, no puedes organizarte
  • Si vives con la ansiedad constante de perder tu trabajo, aceptas condiciones que tus padres habrían rechazado
  • Si dependes de tres trabajos para sobrevivir, no tienes tiempo para cuestionar por qué necesitas tres trabajos para sobrevivir.

Pero hay algo más profundo: nos han robado la capacidad misma de imaginar futuros. Cuando le pregunto a amigos de mi edad dónde se ven en diez años, la respuesta más común es una risa nerviosa. No es pesimismo adolescente; es realismo traumático. ¿Cómo proyectar una vida cuando no sabes dónde vivirás el próximo año? ¿Cómo soñar con formar una familia cuando un hijo es un lujo que no puedes permitirte? ¿Cómo construir algo sólido sobre arenas movedizas?

La colonización del imaginario

Lo más brillante de este sistema es cómo ha conseguido que internalicemos el fracaso como responsabilidad individual

  • Si no consigues un trabajo estable, es que no te has formado lo suficiente (ignora que hay doctores sirviendo cafés). 
  • Si no puedes ahorrar, es que no sabes gestionar tu dinero (ignora que el 92 % de tu sueldo se va en alquiler si intentas vivir solo). 
  • Si sientes ansiedad por tu futuro, es que eres débil (ignora que vives en precariedad estructural).

Esta individualización del fracaso colectivo es el triunfo definitivo del neoliberalismo. Nos han convencido de que la solución pasa por optimizarnos más, por convertirnos en la mejor versión emprendedora de nosotros mismos, por hacer un curso más, por levantarnos una hora antes, por meditar para gestionar mejor el estrés que genera un sistema insostenible. 

El problema no es el sistema, nos dicen: eres tú que no te adaptas lo suficiente.

Y mientras nos culpabilizamos individualmente, el despojo continúa

  • Los fondos de inversión compran los pisos que nunca podremos comprar. 
  • Las empresas tecnológicas precarizan aún más el trabajo disfrazándolo de «economía colaborativa«. 
  • Los políticos hablan de la importancia de los jóvenes mientras recortan en educación, sanidad y políticas de vivienda. 

Y nosotros seguimos compitiendo entre nosotros por las sobras, creyendo que el problema es que no somos lo suficientemente competitivos.

Las grietas en el muro

Pero algo está cambiando. Las grietas en el muro del «no hay alternativa» empiezan a ser visibles. La pandemia reveló que lo que nos decían que era imposible —parar la economía, garantizar ingresos, cuestionar la centralidad del trabajo— no solo era posible sino necesario. La crisis climática está demostrando que el crecimiento infinito en un planeta finito no es una opinión radical sino una obviedad matemática. La automatización está evidenciando que el pleno empleo es una quimera y que necesitamos repensar radicalmente la relación entre trabajo e ingresos.

Y lo más importante: mi generación está empezando a nombrar lo que nos pasa. El «es lo que hay» está dando paso al «no tiene por qué ser así«. La resignación individual se está transformando en indignación colectiva. No es casualidad que seamos la generación más favorable a medidas como la renta básica universal, la semana laboral de cuatro días o la fiscalidad progresiva. No es idealismo juvenil: es la lucidez de quien sabe que el sistema actual no tiene nada que ofrecernos.


Recuperar el futuro no pasa por volver a un pasado que no vivimos ni por esperar a que alguien nos lo devuelva. Pasa por construirlo nosotros, desde la conciencia compartida de que la precariedad no es nuestro destino natural sino una imposición política. Pasa por:

  • Dejar de competir entre nosotros y empezar a cooperar contra un sistema que nos necesita divididos
  • Imaginar formas de vida que no estén supeditadas a la tiranía del salario
  • Defender el derecho a existir más allá de nuestra productividad
  • Construir redes de apoyo mutuo que prefiguren el mundo que queremos

El futuro como campo de batalla

Mi generación no ha perdido el futuro porque sea perezosa, narcisista o esté mal preparada. Lo hemos perdido porque nos lo han robado sistemáticamente mientras nos convencían de que era culpa nuestra. Pero nombrar el robo es el primer paso para revertirlo. Y en ese acto de nombrar, de reconocernos en una experiencia compartida, está la semilla de nuestra potencia política.

No tenemos nada que perder porque nunca nos dieron nada que pudiéramos perder. Esa es nuestra debilidad, pero también nuestra fuerza. 

No nos atan las hipotecas que no pudimos firmar, los trabajos estables que nunca conseguimos, las seguridades que nunca tuvimos. Somos la generación más libre para imaginar otros mundos posibles, porque este mundo nunca fue nuestro.


El futuro no está escrito. Nos dijeron que la historia había terminado, pero mi generación es la prueba viviente de que apenas está comenzando. En cada riders que se organiza, en cada inquilino que resiste un desahucio, en cada joven que se niega a aceptar que la precariedad es su destino, se está librando la batalla por el futuro. No es una batalla que podamos ganar individualmente, optimizándonos hasta el agotamiento. Es una batalla colectiva que requiere imaginar nuevas formas de vida en común.


Recuperar el futuro no significa volver a las promesas rotas del pasado. Significa inventar nuevas promesas:

  • La promesa de una vida que no dependa del azar del mercado laboral
  • La promesa de un tiempo que nos pertenezca
  • La promesa de una existencia digna como derecho y no como premio a la competitividad. 

Mi generación ha perdido el futuro que nos prometieron, sí. Pero quizás esa pérdida sea la condición para imaginar un futuro mucho mejor. Un futuro que, esta vez, construyamos nosotros.

Compartir en:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *